El humo ácido de los servidores quemados rasgaba la garganta de Irene mientras corría por los andamios de la Sagrada Familia, el vestido de novia de Sofía convertido en estandarte sangriento. En sus manos, el collar de zafiros latía como corazón mecánico, sus microchips conteniendo suficiente información para derrumbar tres gobiernos. "¡Mira hacia arriba, puta renegada!", rugió Víctor desde la torre del Nacimiento. Su traje de terciopelo negro ardía en llamas, revelando cicatrices que coincidían exactamente con los diseños de joyería de Irene. Con un alarido gutural, lanzó un vitral de la Anunciación que se estrelló a sus pies, los fragmentos de cristal proyectando hologramas de su hermana muerta en el incendio de 1993. El quirófano clandestino en la cripta Gaudí olía a bergamota y muerte. La madre de Irene yacía conectada a un ventilador tallado con escenas del Juicio Final, su torso abierto revelando que el verdadero "tesoro" era su hígado mutante capaz de filtrar toxinas. "Te enseñaré lo que es el fuego purificador", susurró Marta vistiendo un hábito de monja carmelita desgarrado. Su bisturí de obsidiana dibujó espirales en el aire mientras recitaba el Salmo 137 en latín. "Tu sangre siempre fue de los Salgado...". El disparo resonó como trueno en la bóveda. Lucas emergió con un Desert Eagle que humeaba, su tatuaje anarquista ahora cubierto por una esvástika fresca. "Lo siento, rubia", murmuró mientras desgarraba el vestido de Irene para conectar cables a su esternón. "Pero los mercados abren en 20 minutos". En el forcejeo, el collar de zafiros se incrustó en el pecho de Marta. Las gemas explotaron en una lluvia de datos cifrados que proyectaron sobre el cadáver de Sofía: Víctor, a los 14 años, observando desde un armario cómo Marta estrangulaba a su hermana. El ascensor de la Pasión se desplomó 120 metros entre gritos de acero retorcido. Irene abrazó el cuerpo inconsciente de Víctor, sus dedos encontrando el código braille en sus cicatrices: 19-3-1993. Con un gemido, activó el mecanismo oculto en su relicario que convirtió las cuerdas vocales de Víctor en antena de transmisión. Los datos fluyeron como sangre entre los servidores del Vaticano, Wall Street y el Dark Web. En el Cañón del Río Lobos, la madre de Irene despertó tosiendo billetes de 500 euros impregnados con su código genético. La explosión nuclear fue un suspiro azul que borró solo lo digital. Irene caminó entre las ruinas de la Casa Batlló convertida en arca de Noé electrónica: loros robóticos cantaban corridos mexicanos mientras Inteligencia Artificiales moribundas recitaban a Machado. En la caja fuerte del sótano encontró dos sobres: Certificado de defunción de Víctor Salgado firmado por el mismo Diablo. Una foto de su madre en la playa de la Barceloneta, fechada ese mismo día. El sonido de un piano desafinado la guio a la azotea. Entre las chimeneas que respiraban humo de algodón, Lucas yacía con un tiro en la sien, su teléfono mostrando 137 mensajes no leídos de "Papá: Alvaró Castaño". El perfume a azahar y pólvora impregnaba la Galería de los Espejos del Louvre. Irene, ahora con el cabello teñido de blanco nuclear, ajustaba el broche final de su colección "Lágrimas de San Jorge": un dragón de titanio que lloraba perlas de mercurio. El primer comprador fue una sombra con paso de felino. Al abrir la caja de terciopelo, encontró un zafiro estriado con coordenadas grabadas: 41°24'12"N 2°10'28"E. En los monitores de seguridad, una figura fumando un puro contemplaba desde la Torre Eiffel cómo el Sena se teñía de rojo. Las cámaras térmicas mostraron un corazón latiendo en su pecho izquierdo... exactamente donde Irene había clavado su navaja en Barcelona.