El aroma a azahar y óxido inundaba los pulmones de Irene mientras el Rolls-Royce Phantom atravesaba los portones de hierro forjado de la finca "Les Llàgrimes". Las dalias negras bordeaban el camino de gravilla, sus pétalos aterciopelados moviéndose al unísono como lengua de serpiente. "Toque cualquier cosa que no sea de su incumbencia", murmuró Víctor ajustándose los gemelos de esmeralda con forma de toro minoico, "y enterraré su cadáver donde ni los buitres pirenaicos lo encuentren". La mansión modernista se alzaba como criatura mutante de Gaudí y H.R. Giger. Columnas vertebrales de hierro retorcido sostenían vitrales donde las vírgenes medievales se fundían con diagramas de ADN. Marta les esperaba en la escalinata principal, su traje de chaqueta negro ceñido como armadura, la postura de piernas ligeramente abierta recordando a un torero en el momento del quite. "La sala de los Mármoles Llorosos está preparada", anunció con una inclinación de cabeza que hizo tintinear sus pendientes de filigrana morisca. Sus ojos azul hielo escanearon el vestido de gasa verde que Víctor había obligado a Irene a usar -el color exacto de las aguas del río Besós donde apareció el último cadáver de las "Doncellas de Cristal". El tacto viscoso del pergamino del siglo XIII hizo estremecer a Irene. Bajo la luz ultravioleta, los sellos de cera del Sultanato de Rum en los cofres de marfil cobraban un brillo fantasmagórico. Víctor observaba cada movimiento desde un trono barroco tallado con escenas de la Guerra de Sucesión, sus dedos jugueteando con un abrecartas en forma de estoque. "¿Sabe por qué los zafiros de Kandahar lloran?" Su voz resonó en la cámara acorazada subterránea mientras Irene examinaba un collar de lapislázuli. Antes de que pudiera responder, arrancó una gema de su engarce y la frotó contra su mejilla. Una gota carmesí brotó de la piedra. "Cada una contiene lágrimas de viudas afganas. Las recolectamos antes de que los talibanes les corten la lengua". El sonido del metal contra mármol hizo saltar a Irene. Un pendiente de plata con forma de libélula yacía entre los fragmentos de cerámica califal. El mismo que Sofía llevaba el día de su desaparición. Su pulso aceleró al distinguir manchas oscuras en las alas de la joya -¿óxido o sangre seca? Víctor se alzó como sombra proyectada. "Hora del descanso", declaró bruscamente, sus botas de cocodrilo resonando contra las losas visigodas. Pero Irene ya había memorizado el patrón del mosaico del suelo: un laberinto nazarí que terminaba en una puerta oculta tras un tapiz de la Batalla de Lepanto. El canto de un autillo arañó la noche mediterránea cuando Irene deslizó su silueta por el corredor oeste. Las dalias negras golpeaban los ventanales como dedos esqueléticos, proyectando sombras que se retorcían al compás de su respiración entrecortada. La puerta secreta cedió con un chirrido de hueso viejo. El hedor a cloroformo y carmín rancio la golpeó antes que la visión: maniquíes vestidos con trajes de época manchados de sustancias parduzcas, y en el centro, colgando de una cadena oxidada... el vestido de novia de Sofía. La seda color champán estaba desgarrada a la altura del vientre, las iniciales "S.C." bordadas en hilo dorado junto a una mancha en forma de mano infantil. Irene extendió un dedo tembloroso hacia la tela cuando un acorde de guitarra flamenca rasgó el silencio. "Las dalias necesitan abono especial". Marta emergió de entre las sombras con una podadera que brillaba bajo la luz lunar. Su postura -pie izquierdo adelantado, brazo derecho en alto- era idéntica a la estatuilla de torero que decoraba el despacho de Víctor. "¿Sabe qué hace florecer tan bien a mis niñas?" Su risa sonó a cristales rotos. "Huesos molidos de chicas curiosas". El forcejeo fue breve pero brutal. Irene logró arrancarle un botón de nácar tallado con el escudo de los Salgado antes de huir hacia la torre noreste, donde los gritos de un milano real la guiaron hasta una celda con barrotes de estilo morisco. El roce de cuero italiano precedió a Víctor. Entró llevando una bandeja de plata con una jeringa hipodérmica y una copa de vino Priorat que olía a almendras amargas. "Debería matarla", susurró mientras limpiaba la sangre del cuello de Irene con lengua felina. Sus dientes mordisquearon el lugar donde el collar de zafiros había dejado marcas violáceas. "Pero su estupidez tiene cierto... encanto patético". Irene escupió en su rostro. Víctor atrapó el fluido con el dedo índice y lo frotó contra sus labios en un gesto obsceno. "Brava como una vaquilla de Miura", reconoció con admiración falsa mientras desgarraba la manga de gasa verde. La jeringa penetró su músculo deltoides con precisión quirúrgica. El calor se extendió como lava por sus venas. Víctor la inmovilizó contra el muro cubierto de grafitis de cruzados, su aliento frío mezclándose con el jadeo de la joven. "Míreme cuando la poseo", ordenó mientras sus dedos trazaban los arabescos del yeso moruno. "Quiero ver cómo el odio se convierte en..." Un gemido ahogado interrumpió su frase al morder Irene su labio inferior hasta hacerlo sangrar. En la penumbra, las cámaras de vigilancia grababan cada espasmo, cada caricia violenta, cada lágrima que Irene convertía en risa desdeñosa. Fue en el éxtasis químico de la droga que descubrió el tatuaje tras la oreja de Víctor: coordenadas GPS y una fecha -19 de marzo de 1993- que coincidía con el Atentado de la Calle Correos.