El héroe llega a la prisión de Mengzhou Wu Song, escoltado por dos oficiales, llegó a la corte de Mengzhou con la orden oficial del distrito de Dongping. El magistrado, tras revisar los documentos, ordenó su reclusión en el campo penal local. Al llegar, Wu Song vio que la entrada tenía un letrero con tres caracteres grandes: “Campamento de Paz”. Fue confinado en una celda individual. Pronto, una decena de prisioneros lo visitaron. –Buen hombre –le advirtieron–, si no entregas algunas monedas a los guardias, cuando te den los bastonazos de bienvenida lo harán con toda su fuerza. Nosotros venimos a avisarte por si no estás al tanto. –Gracias por la advertencia –respondió Wu Song–. Si vienen a pedírmelo con buenas palabras, les daré algo. Pero si intentan quitármelo por la fuerza, ¡ni un cobre les daré! Una amenaza sin efecto Poco después llegó uno de los capataces, que al verlo dijo: –¿No eres tú el famoso que mató al tigre en la Colina de Jingyang y que fue jefe en Yanggu? ¿Cómo es que no entiendes las reglas? ¿O acaso tengo que pedírtelo directamente? –¿Quieres dinero? –respondió Wu Song con desdén–. Pues no te daré ni una moneda. Mi dinero es para vino, no para inútiles como tú. ¿Y qué piensas hacer al respecto? El capataz se marchó furioso. Los otros prisioneros murmuraban: –Ahora sí que estás en problemas... El favor inesperado Efectivamente, poco después lo llevaron al salón de castigos. –¿Sabes que todo preso nuevo debe recibir cien bastonazos de advertencia? –le dijo el alcaide. –Pues adelante. Si me muevo, no soy hombre. En ese momento, un joven vendado del brazo y la frente susurró unas palabras al oído del alcaide. Tras escucharlo, el alcaide miró a Wu Song. –Debes de estar enfermo del viaje. Guardaremos los bastonazos para otra ocasión. –¡No estoy enfermo! ¡Golpéenme de una vez! –dijo Wu Song, provocando la risa de todos. –Seguro es fiebre lo que te hace delirar –bromeó el alcaide, y ordenó que lo devolvieran a su celda. Para sorpresa de Wu Song, no solo no lo maltrataron, sino que a diario le traían buen vino y carne, le permitían bañarse cada pocos días y hasta le ofrecieron una celda más limpia. Extrañado, preguntó al criado que le llevaba la comida: –¿Quién te ha mandado a tratarme así? –El joven alcaide –respondió. –¿Y quién es ese? –El hijo del alcaide mayor. Lo viste en la sala, el que estaba vendado. Se llama Shi En, y todos lo conocen como “El Leopardo de Ojos Dorados”. Wu Song le pidió que lo llamara. El criado dudó, pero al ver la mirada feroz de Wu Song, accedió de inmediato. Shi En confiesa su propósito Shi En no tardó en llegar. Wu Song le preguntó: –No nos conocemos. ¿Por qué me tratas con tanta generosidad? –Cuando te recuperes del todo, te lo contaré –respondió el joven. Wu Song soltó una carcajada y señaló una piedra. –¿Cuánto crees que pese esa roca? –Unas quinientas libras, quizás. Wu Song se quitó la camisa, la levantó con facilidad y, para asombro de todos, la lanzó al aire y la atrapó sin esfuerzo. Todos quedaron boquiabiertos. Entonces Shi En lo invitó a sentarse y le contó la verdad: fuera de la ciudad, en un lugar llamado El Bosque de la Alegría, tenía una posada muy popular. Pero un hombre apodado “Dios de la Puerta Jiang” lo había derrotado en combate, lo había herido y le había arrebatado el negocio. –He oído hablar de tus hazañas –dijo Shi En–. Quiero pedirte que me ayudes a vengarme. –Acepto –respondió Wu Song con firmeza–, pero con una condición: cada vez que vea una taberna, debo beber al menos tres tazones de vino. Si no bebo, no puedo pelear bien. –Pero hay más de diez tabernas en el camino... –Mejor aún. ¡El vino me da fuerza! El duelo en la posada Así, Wu Song fue bebiendo en cada local, y cuando llegó al Bosque de la Alegría, ya iba bastante ebrio. Sentado bajo un árbol, vio a un corpulento hombre que imaginó sería Jiang. Sin prestarle atención, se dirigió directamente al mostrador. Pidió una copa. Al probarla, frunció el ceño. –¡Este vino es pésimo! ¡Tráeme otro! La mujer de Jiang le cambió la copa. Wu Song volvió a quejarse: –¡Tampoco sirve! Ella perdió la paciencia. –¡Maldito borracho! Wu Song se levantó de golpe, la tomó por la cintura y la arrojó de cabeza a un tonel de vino. Los sirvientes corrieron a avisar a Jiang, que al enterarse pateó su silla y corrió hacia el local. A pesar de su imponente aspecto, su fuerza era más fachada que otra cosa: los placeres le habían ablandado el cuerpo. Al ver el físico imponente de Wu Song, se quedó helado. Wu Song le mostró los puños con desdén y se dio media vuelta. Jiang lo siguió furioso. En ese instante, Wu Song giró y le propinó una brutal patada en el vientre. Jiang cayó de rodillas. Wu Song le lanzó otra patada en la frente, y el matón rodó por el suelo, patas arriba. –¡Detente! ¡No más! –gritaba Jiang, suplicando entre golpes. Wu Song lo inmovilizó con un pie en el pecho y, alzando el puño como una roca, lo golpeó sin piedad con su famosa técnica del “Paso del Anillo de Jade” y el “Doble Patada del Pato Mandarín”. –¡Te perdonaré si cumples tres condiciones! –dijo Wu Song. –¡Lo que sea! ¡Tres o trescientas! –Primero, devuelve la posada a Shi En. Segundo, haz que todos los empleados le pidan perdón. Tercero, desaparece de Mengzhou esta misma noche, y nunca regreses. Jiang asintió con lágrimas en los ojos. Justo entonces llegó Shi En con sus hombres. Al ver a Wu Song triunfante, se arrodilló y lo saludó como si fuese su propio padre. Una trampa infame Un mes más tarde, el comandante de Mengzhou, Zhang Mengfang, enterado de las proezas de Wu Song, lo invitó a su residencia, lo colmó de vino y le ofreció trabajar como escolta personal. Wu Song, agradecido, aceptó. En la noche de la Fiesta de Medio Otoño, el comandante organizó un banquete y le presentó a su doncella favorita, Yulan, quien cantó para él. Luego, con una sonrisa, dijo: –Esta muchacha es lista y de buen carácter. Si no te molesta, te la ofrezco como esposa. –¡Es demasiada honra para mí! –dijo Wu Song, inclinándose con respeto. Más tarde, ya algo embriagado, regresó a su habitación. De pronto oyó gritos: –¡Al ladrón! ¡Al ladrón! Tomó un bastón y corrió hacia el jardín trasero. Allí tropezó con una banqueta y cayó al suelo. Enseguida, varios guardias lo rodearon y lo ataron con una cuerda. –¡Soy Wu Song, no un ladrón! –protestó. Pero el comandante, con rostro severo, gritó: –¡Ingrato! ¡Después de todo lo que hice por ti, aún no cambias tu naturaleza de rufián! Registraron su cuarto y hallaron piezas de plata. Todo había sido una trampa. Jiang no se había ido de Mengzhou: se escondía con Zhang Tuanlian, el hermano jurado del comandante. Juntos tramaron esta venganza. Zhang Mengfang sobornó a todos los funcionarios y exigió una condena de muerte. Pero el secretario de la corte, un tal Ye, hombre justo, solo lo sentenció a veinte azotes y lo desterró al campo penal de Enzhou. Wu Song, lleno de rabia, fue conducido por dos oficiales, rumbo a un nuevo destino… y a nuevos peligros.