Lu Zhishen, cargando su hatillo, descendió del Monte Wutai y se dirigió hacia la prefectura de Dongjing. Tras varios días de marcha, llegó a la ciudad y preguntó por el camino al Monasterio del Gran Bosque. Los transeúntes le indicaron la dirección, y pronto divisó la imponente silueta del monasterio, con su puerta roja y sus muros dorados. Al llegar, presentó la carta de recomendación al portero, quien lo condujo ante el abad. El abad, un monje gordo de rostro bondadoso, leyó la carta y dijo: -Así que eres el monje enviado por el Monte Wutai. Bienvenido seas. Inmediatamente, le asignaron una celda y lo inscribieron como monje residente. La vida en el Monasterio del Gran Bosque era muy estricta: se practicaban recitaciones, meditaciones y ayunos rigurosos. Para Lu Zhishen, acostumbrado al vino, la carne y las peleas, aquello era una verdadera tortura. Un día, mientras ayudaba en las tareas de cocina, no pudo resistir y robó unas piezas de carne destinadas a los laicos visitantes. Después de comerlas en secreto, se sintió tan satisfecho que cayó dormido profundamente en el almacén. Cuando los cocineros descubrieron el robo, alarmados, informaron al abad. El abad, furioso, reprendió duramente a Lu Zhishen: -¿Cómo puedes, siendo monje, transgredir las reglas sagradas? Lu Zhishen, desvergonzadamente, replicó: -¿Qué culpa tiene la carne? ¿Qué culpa tiene el vino? La verdadera culpa está en los pensamientos impuros. El abad, incapaz de refutarlo, optó por castigarle haciéndole cuidar la puerta del monasterio. Lu Zhishen, como portero, se dedicaba más a pelear con los mendigos y bandidos que venían a molestar, que a cumplir tareas religiosas. Su fama de monje pendenciero pronto se extendió por toda Dongjing. Una noche, estando de guardia, oyó gritos desesperados provenientes del mercado cercano. Agarró su bastón de acero y corrió hacia allí. Encontró a un grupo de maleantes asaltando a un comerciante. Sin pensarlo, se lanzó sobre ellos, golpeando a todos sin piedad y salvando al hombre. El comerciante, agradecido, le ofreció dinero, pero Lu Zhishen se negó: -¡Ayudar a los necesitados es deber de todos! Y se marchó tan rápido como había llegado. Poco después, debido a sus continuos incidentes, los superiores del monasterio decidieron que no podían retenerlo más. El abad, suspirando, le dijo: -Hermano, tu espíritu es noble, pero tu cuerpo no se somete a la disciplina de Buda. Mejor sería que buscaras tu propio camino fuera del monasterio. Le dieron unas pocas monedas y lo despidieron. Lu Zhishen, una vez más sin rumbo, colgó su maza al hombro, se ajustó la túnica de monje, y partió a recorrer el vasto mundo.